Linces bajo la lluvia
Cinco filas de caras largas se reúnen en torno a una urna enlutada. Se escuchan sollozos y, de fondo, la melodía propia de un aguacero de otoño. Un pañuelo de popelina blanca es empujado por el viento desde la mano de una mujer. Al caer al suelo comienzan a aparecer pequeños círculos de agua por toda la tela, como si tuviera la varicela. Los círculos se extienden y el pañuelo queda calado entero por la lluvia.
Es imposible
ver el ataúd desde las últimas filas; cuantiosos vestidos de tafetán con
diferentes matices de negro impiden hacerlo. A pesar de la homogeneidad del
cortejo fúnebre, una dama ataviada con la misma prenda, consigue destacar de
entre los insípidos asistentes. Se trata del rostro lechoso de Monette, casi
traslucido por el contraste entre la tela negra y su piel. Monette acababa de
perder a su madre, hacía apenas veinticuatro horas. Nadie sabe cómo, todos se
preguntan por qué, y la policía sólo da como respuestas un puñado de quizás…
Una mujer
con la cara desfigurada por el llanto y la pena abraza repentinamente a Monette
y comienza a sollozar desaforadamente, humedeciéndole la hombrera de la
chaquetilla. Es su hermana menor, Chantal.
Monette y
Chantal son las dos únicas hijas de Cécile Chanelle, querida por todos. Amada
por esa melodía que hacía su risa al sonar, por el vaivén de sus caderas al
andar, por su maña para tejer vestidos de libélula… El alma de Cécile era
joven, aunque llevara ya medio siglo brindando sonrisas de niña a las gaviotas
del puerto D’acorge, a las afueras de Lorena. Olía a azucenas recién cortadas y
poseía una delicadeza entrañable acompañada de amabilidad sincera. Si no estaba
tricotando un par de calcetines para Lisbeta, la quinta hija del matrimonio
Cézanne, se encontraba alimentado a las gavinas de la bahía o llevando un puche
de habas a la puerta de Monsieur Berlioz (quien fue una vez un acaudalado
caballero que, de la noche a la mañana, perdió todo lo que tenía por una caída
de la Bolsa). Cécile incluso había intervenido como comadrona en el inesperado
parto de los Moreau. En resumidas cuentas, la señora Chanelle se había
convertido desde que se estableció en este pueblecillo costero de Lorena, en
una mujer laureada por todo el vecindario.
Y sin
embargo, Monette ni si quiera se estremece al recibir los mimos de su hermana
Chantal. Mantiene la mirada clavada en la madera del ataúd de su madre mientras
cuenta con los dedos de una mano los segundos que lleva sumergiéndose en la
arena, mientras el párroco guarda un silencio únicamente perturbado por los
gemidos desesperanzadores de Chantal y por los engranajes de una máquina que,
con un sordo clac-clac-clac, arrastra el cadáver maquillado de Cécile hasta las
profundidades embarradas de su nuevo y claustrofóbico hogar.
Las personas
más allegadas a la fallecida comienzan ya a formar cola tras Chantal. Pala por
pala, van arrojando sobre el agujero dónde se pudrirá el esqueleto de Cécile,
las primeras motas de arena que arroparán su eterno sueño. Monette no comprende
por qué las manos de su hermana no dejan de convulsionar, enrojecidas por el
frío y la lluvia. Ella, en cambio, permanece escalofriantemente inmóvil,
contemplando cómo los demás exteriorizan su dolor para, paso a paso, reproducir
esos mismos gestos en su cara y en su delicado cuerpo. Así nadie se percata de
que no siente nada, de que donde los humanos tienen el corazón Monette esconde
un témpano de hielo cardio-disfrazado.
Entre puñado
y puñado de tierra, se fija en un hombre. Está clavando su pala en un
montoncito de arena parda de una forma tan viril y a la vez tan desalentadora,
que causa un temblor en las árticas entrañas de Monette. No le había visto
nunca antes, pero tampoco a la mayoría de las personas que habían acudido al funeral
de su difunta madre. Porque, así como Cécile era de sobra reconocida por todos,
Monette se guardaba de pasar desapercibida... Aunque sus largas piernas, sus
ojos afilados y su cabello de leona se empeñaran en ponérselo difícil. Para
resumir los caracteres de las dos mujeres, Cécile solía decir que no tenía dos
hijas, sino dos linces. Uno africano (Chantal) y el otro boreal (Monette). Una
hija de invierno y otra de verano.
Acabada la
ceremonia, Monette se arregla el oscuro maquillaje de los ojos con sus dedos
finos (borrado éste por culpa de un suspiro de lágrimas fingidas), y vuelve a
lucir esa mirada felina de lince ártico que posee. Se dirige hacia su presa,
convencida de que no es más que un trozo de carne al que no va a dejar escapar.
Además, el añadido de estar en el funeral de mamá Chanelle era algo que
aportaba una morbosa pizca de sadismo a la caza, motor de los engranajes del
cerebro de Monette.
No hicieron
falta ni dos segundos para que el misterioso desconocido quedara sin habla por
el roce de las pestañas estratosféricas de Monette contra su mejilla.
─¿Quién…? ─Acierta a susurrar.
─Mi nombre es Monette. Lo demás no importa.
El hombre
siente una punzada salada en el abdomen, provocada por una bandada de mariposas
forjadas en alfileres. Estas polillas metalizadas aletearon de nuevo contra su
estómago nada más escuchar el rugido de aquella improvisada leona.
─¿Eres siempre tan determinada?
─Como una línea recta…
Con relativa
facilidad y con una rapidez pasmosa, los dos quedan prendados por el atractivo
del que tienen enfrente e inician una conversación, un baile de sonidos
melodiosos como eran las voces de ambos.
─¿Volveremos a vernos? ─Le dice,
al final, él a ella.
─Las paralelas acabarán por encontrarse... ─sonríe Monette. Y tras
despedirse del hombre con un guiño y marcharse del mausoleo, se topa contra el
destino: ha olvidado pedirle el número de teléfono a su tierno desconocido.
***
Al amanecer
del día siguiente al entierro de Cécile, Chantal halla su ocaso. Su cuerpo
inerte y blanquecino yace en el suelo de la cocina. Raro ataúd de baldosas
amarillas, para tan bella niña.
─Qué extraño, nadie ha forzado la cerradura de la puerta… ─apunta el
curtido inspector de policía. Junto a él y el cadáver de Chantal se encuentra
su compañera de aventuras maquiavélicas, la señorita Bourdoi.
─Sin embargo, las laceraciones de las uñas indican que intentó
defenderse ─ésta completa la frase del inspector policial.
Tras recabar
la información pertinente del cuerpo, ambos intercambian miradas y fruncen el
ceño sin poder determinar algo más que el saber que así fue, que Chantal
intentó defenderse con uñas y dientes. Que se aferró a la vida como su madre la
había enseñado.
Tan sólo
unas horas antes, la Gendarmería francesa había acudido al piso tan pronto como
Monette llamó por teléfono. Al llegar les había contado lo sucedido entre mares
de lágrimas: cómo había entrado al pisito de su hermana con la intención de
desempolvar el cofre de recuerdos, de inmortalizar viejos soplos de tiempo y de,
en fin, avivar la llama de una infancia juntas, allí, en la campiña… Cuando las
dos recorrían los prados, jurándose la una a la otra que harían cualquier cosa
por casarse con su Príncipe Azul.
Monette
había caído en la cuenta de que el suyo iba de negro, pero eso poco la importó
cuando entró en la casa de su hermana y la abrió en canal.
─Cualquier cosa ─murmuró mientras marcaba el número de la Gendarmería.
Mientras,
Chantal permanecía tendida en el suelo, con la boca amoratada y entreabierta,
como si antes de morir hubiese besado a alguien y la hubiera bebido el alma. La
piel alrededor de las puñaladas comenzaba a tornarse cárdena. Tenía los
miembros entumecidos y mantenía la mirada perdida, grisácea y reseca al no
poder pestañear. Parecía que los ojos intentaran salírsele de las cuencas.
─¿Hola? ¿Con la Policía? Dios, tienen que venir corriendo… Alguien
ha... Ha... Asaltado a mi hermana. ─había jadeado Monette sobre el auricular, a
la par que clavaba el tacón de su botín en el brazo mortecino de Chantal.
Apenas unos
minutos después habían llegado el investigador policial y su compañera de
homicidios. Y ahora, una vez recabada la información pertinente sobre la escena
del crimen, el inspector y Bourdoi salen por la puerta de la casa. A Monette la
trasladarían más tarde a comisaría, para las preguntas rutinarias. Peo había
algo en esa mujer que inquietaba a Bordoi. Y más cuando al salir de la casa le
pareció oír que mascullaba algo. Algo parecido a un “Cualquier cosa”.
***
Un par de
días más tarde otro funeral tuvo lugar, el de la menor de las Chanelle,
Chantal. La gente estaba acongojada. La escena se repetía: de nuevo cinco filas
de caras largas se reúnen en torno a una urna enlutada. Se vuelven a escuchan
sollozos y, de fondo, la melodía propia de un aguacero de otoño. Otro pañuelo
de popelina blanca es empujado por el viento desde la mano de una mujer. Por
segunda vez, es imposible ver el ataúd desde las últimas filas porque
cuantiosos vestidos de tafetán con diferentes matices de negro impiden hacerlo.
Y, a pesar de la homogeneidad del cortejo fúnebre, una dama consigue destacar
de entre los insípidos asistentes. Nuevamente se trata del rostro de Monette,
que acababa de perder a su hermana hacía apenas veinticuatro horas. Nadie sabe
cómo, todos se preguntan por qué, y la policía sólo da como respuestas un
puñado de quizás…
Llegado el
momento, un hombre trajeado con los colores de la noche agarra una pala, y con
las pocas fuerzas que le quedan, derrama un poco de arena sobre el impenetrable
ataúd de Chantal. Concluida la ceremonia un escalofrío recorre la nuca de él.
Se vuelve y la ve entre los árboles, con un ramo de gardenias azules entre las
manos y un vestido de viuda negra; mirándole. Es Monette. En silencio, la dama
se dirige hacia su presa con sus andares de pantera.
─Te dije que volveríamos a encontrarnos... ─susurra.
¡Felicidades, Andi! Este relato es sólo
para ti. Seguro que esto no te lo esperabas. O sí. Sea como sea, sonríe, ya
eres una veinteañera de esas de las que hablan en las novelas. El relato no
estaba del todo pulido, pero no podía dejarlo para otro día. Tenía que ser hoy,
y tenía que ser para Andi. A los demás, como podéis comprobar he vuelto
definitivamente, y abro con este relato de género un poco complicado de
encuadrar... Es algo nuevo en mí escribir sobre psicópatas, espero vuestros comentarios.
(¡Sí! YA SE PUEDE COMENTAR) ¡Gracias por leer!