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La Chica de los Lunares

En el retiro de tu pecho,
despacio los observé a los tres,
y después de un año hecho,
vuelven a ser libres otra vez.

Yo fui el centro de los tres,
los tres los más queridos,
al derecho y al revés,
bajo mi mano escondidos.

Eran tres pequeños lugares,
bien  escondidos, apartados,
con formas peculiares,
que pedían besos delicados.

Dieron uno, dos y tres besos
repartidos con malabares,
mis labios, amantes como presos,
dedicados a tres lunares...


...

        —Dicen que siguiendo el recorrido de tres lunares siempre se forma un triángulo... —el aire me trae sus palabras de terciopelo, mientras su dedo choca contra la segunda peca de mi cintura— ...Y que tener uno en la piel es augurio de buena suerte.
Siento su índice resbalando hacia mi abdomen, pero bajando del tren un centímetro antes de la parada de mi ombligo, donde le había estado esperando impaciente la tercera marquita imperfecta de mi piel, con los brazos cruzados por la tardanza.
—Pues será un triángulo invertido entonces... —Suspiro con pesar. Hacía mucho que la vieja suerte se evaporó, concretamente con el humo de un café irlandés muy caliente que bebí de niña, en el Dublín de 1929... Hasta hoy a las tres de la madrugada, cuando la anciana suerte debió calarse las botas de fiesta y volvió a rozarme con sus pestañas plateadas.
—¿Cómo puedes decir eso? Tú eres suerte.
Mis ojos abandonan el paisaje muerto de un techo vacío y se posan como mariposas en las pupilas negras de mi explorador de lunares.
—Yo no soy suerte. Yo sólo soy esos dados que repiquetean unos contra otros dentro de un cubilete de madera parda justo antes de salir al campo a batear, acaban rebotando contra una ruleta roja y negra y revelan los números que llevan tatuados en los costados... Pero nada más.

Un resumen de cinco líneas sobre lo sucedido aterriza en helicóptero sobre mi mente. La jugada que nos llevó a la gloria se me vuelve nítida, a pesar de las cervezas de por la noche, los besos de madrugada y el café de mañana...
                  
»Última ronda. El croupier reparte los dados. Mi pequeño explorador y yo nos miramos, recordando aquel camping de caravanas en el que nos habíamos criado. Apenas una milésima de segundo después éramos una pareja de críos que jugaban a comerse la piel. Centésima después él me agarraba de las manos, y colocaba bajo éstas un cubilete... Recuerdo como me temblaban éstas al arrojar los dados. Pero esos dedos de gelatina resbaladiza,  que titubeaban ante la mirada atenta de un muchacho moreno de pelo revuelto, rozaron la gloria; y los números tintados de color cereza revelaron una tirada maestra. La chica de los lunares y el explorador dejan el camping, eso fue lo que escuché cuando en los oídos de los demás se oyó algo distinto: "Un millón de dólares para el caballero y la señorita." Surrealismo a flor de piel; parecía mentira que una voz tan seria nos estuviese dando una noticia tan increíble. Tras un momento de magia improvisada, una montaña de fichas redondas se derrumbó a la altura de nuestros ombligos. Gritos, un beso, dos y después tres. Miradas atónitas.

Vuelta al presente. A las mariposas que se posan en los ojos negros de un explorador de triángulos de las Bermudas hechos con lunares.
—¿Sabes qué es lo primero que voy a hacer con el dinero? —Me sonríe con los ojos azabaches más brillantes que nunca— Compraré un rotulador, el que más aguante el paso del tiempo, y te uniré estos tres lunares.



Os presento nuevo diseño, nuevo nombre y a la Chica de los Lunares, un personaje que surgió en mi cabeza la pasada noche,  cuando alguien especial me dijo que me recordaría por eso mismo, por mis cientos de lunares.  Después me puso ese sobrenombre y me enamoré de él. Fue amor a primera mixta. El poema es original de Peponita, y me encantó nada más leerlo.  Los versos que se muestra aquí han sido modificados para acoplarse a la historia.